lunes, 19 de septiembre de 2011

Amo lavar la ropa

No me gusta lavar los trastes.

Me gusta el agua, el olor a jabón y la serie de decisiones que implica usar la lavadora: cómo separar la ropa, cuánta, en qué ciclo, en qué modo (manual o automático) y los etcéteras que una aficionada al Tetris pueda crear. Una amiga me dijo que es de sus evasiones favoritas -siempre disponible porque cada día hay algo sucio-. También me gusta chapotear y hacer burbujas, pero ante el primer pantalón de hombre, supe que mi marido sería el encargado de "la colada" mientras no hubiera máquina de lavar... Mi parte sórdida escribió un lindo texto sobre la mujer que lava.

Nuestra lavadora tiene una leyenda que avisa que todo está bien, que "así suena porque lava mejor" -cada cual es como es-.  A veces, tengo que darle un golpe; necesita un "toque" específico para acomodar sus contactos internos; ella aguanta mi brusquedad, un poco ofendida. Tiene lucesitas modernas -como que vino a liberar a la ama de casa de una quinta parte de esclavitud-. Y cada vez, me da una lección con su mecanismo de seguridad: no es posible abrir la tapadera hasta que han pasado unos segundos de que la ropa se enjuaga o exprime: no es posible: tengas prisa o no, seas mayor de dieciocho años o no, sacudas la tapadera o le tomes el tiempo: hay que esperar.

Luego está la ropa colgada, oliendo a fresco. Ese gusto es herencia familiar. Mi abuela se sentía orgullosamente satisfecha de su tendedero lleno y sus blancos ondeantes (ahora tiene secadora). Yo también me detengo a mirar la obra; cuento: uno, dos, tres, cuatro camisas: para el martes, miércoles, jueves, viernes: el sábado puede usar una camiseta... calculo, decido. Me gusta elegir las múltiples pequeñas cosas que sostienen la vida.

Silvia Parque

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